Como una perra desquiciada, la ciudad devora día tras día a sus propios cachorros en espera del anochecer definitivo. El ocaso que debe dar sentido a todos los comienzos.
Esa gran red de túneles y ladrillo espera que durmamos. Que nos anestesiemos lo suficiente como para dejarla tomar el control que a veces pensamos poseer, en nuestra soberbia y ceguera.
Somos los siervos de ese monstruo voraz, heredero del viejo dios. Los descendientes del padre inexistente, insolentes y ambiciosos, deseando triunfar en el nuevo mañana.
Unos pocos aún confían en Caos, el engañoso señor que domina estos días de sombra.
Esperan indulgencia, favores inmerecidos, poder y amor a cambio de unos pocos sigiles pintados en la pared.
Se equivocan. Si deseas algo en este tiempo, debes cogerlo. Dominante, como los reyes, los dictadores y los matarifes de medio pelo.
Los adivinos buscan el porvenir. En el suelo y en el cielo. Y su mirada se encuentra con los vehículos aéreos que nublan la luna con su incesante danza de deseo y pulsión.
Ese es el legado de nuestros padres. En el futuro que nos otorgan, hasta el cielo nos han negado…
A Max nunca le gustaron los coches aéreos. Ese jodido chalado, venía del campo, y casi de otro mundo, con sus poses y su filosofía retro “si Deux quisiera que voláramos, nos habría dado alas”.
Max fue mi amigo. Fue mi socio. Ahora no es nada.
La ciudad le ha quemado como a tantos otros. Como la polilla que se acerca a la llama, esperando lo que esperan todos. Felicidad, luz. Calor.
Las dudas son malas consejeras en esta ciudad. La oscuridad brilla con ojos de lobo, y las fauces del leviatán siempre ansía carne nueva. Almas puras y buenos sentimientos que devorar, destruir, romper.
Este es nuestro lugar. Este es nuestro hogar. Entre el azul y el negro. Al sur de la esperanza. En ese espacio oscuro que no suele aparecer en los mapas escolares…
No hay comentarios:
Publicar un comentario